Tras 25 años de vender tamales en Chicago, madre indocumentada regresa a México sin la familia por la que emigró

Cuando la noche caía y los verdes cerros se oscurecían la nostalgia invadió a Claudia Pérez, mientras estaba sentada en la esquina de un sillón café en la sala de su nueva casa.

“Es muy bonita, ¿verdad?”, comentó, como si quisiera asegurarse de ello.

Tiene paredes altas recién pintadas de color coral, piso de marmol brillante que hace juego con los sillones. La cocina tiene más gabinetes de los que alguna vez imaginó llegar a tener. Pérez pasó los últimos 25 años en Chicago vendiendo tamales para construirla en su pueblo natal en Veracruz, México, para vivir ahí con su familia.

Es ahora que se da cuenta que toda su vida ha trabajado por un sueño que no se hizo realidad. Su esposo y tres hijos -indocumentados- se quedaron en Chicago. Ella vive sola en la casa nueva.

“No sé cuándo los volveré a ver”, dice Pérez.

Siendo una exitosa tamalera en el barrio de La Villita en Chicago, Pérez vivía en Estados Unidos sin permiso legal de residencia anhelando regresar a México para abrazar a sus hermanos mayores, visitar las tumbas de sus padres y conocer las casas que construyó con el dinero que ganó vendiendo tamales, antes de que fuera demasiado tarde. Para ella fue una lucha contra reloj después de sufrir problemas de salud.

Un día frío de febrero, subió a un autobús y se despidió. Había llegado el día tras tomar la difícil decisión de elegir entre sus seres queridos en México y su familia en Chicago.

Su esposo, Seferino Argüelles, intentó convencerla de que esperara para que los dos regresaran juntos. “Sólo unos cuantos años más”, le decía, instándole a que dejaran el negocio en manos de uno de sus hijos. Pero Pérez temía que si esperaba un poco más, nunca regresaría a su tierra.

Al menos no viva.

Es un dilema que cientos de familias indocumentadas en Estados Unidos experimentan silenciosamente a medida que la comunidad envejece. Algunos ya enfermos o sin poder trabajar, desean hacer la migración inversa para ver a sus seres queridos en su país de origen antes de morir. Pero al hacerlo, es posible que nunca puedan regresar a Estados Unidos y ver a los familiares que dejan atrás y que también son indocumentados.

En las últimas décadas, la migración inversa de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos a México ha sido lenta pero constante, según el Pew Research Center y otros investigadores de inmigración. Las salidas voluntarias desde Estados Unidos han mantenido, en parte, la población de inmigrantes indocumentados en un número estancado de alrededor de 11 millones -casi lo mismo que en 2017- a pesar del alto número de nuevos inmigrantes que cruzan la frontera sur, dicen expertos.

Pero con una reforma migratoria integral estancada en el Congreso y una nación dividida sobre cómo resolverlo, la elección de quedarse o irse se vuelve inevitable para algunos.

Los hijos de Claudia Pérez pueden contar en una mano las veces que han visto llorar a su padre. El día que su madre se marchó fue uno de ellos.

“No te vayas viejita”, murmuraba mientras ella se despedía desde el interior del autobús. Él no le quitó la mirada al autobús hasta que se perdió entre el tráfico y la distancia.

Aunque Argüelles planea volver a su natal Coacoatzintla en la zona montañosa de Veracruz en los próximos años, sus hijos no están listos para regresar. Puede que nunca lo estén. Si lo hicieran, no podrían volver legalmente a la vida que han construido en Chicago -sus carreras y sus hijos nacidos en Estados Unidos.

Pérez y su esposo llevaban 30 años juntos. Fue a principios del 2000 cuando ella y sus hijos dejaron atrás sus vidas en México para vivir con él en Chicago. “Toda una vida juntos”, dijo él.

Claudia Pérez viajó aproximadamente 1,980 millas por carretera de regreso a casa en Veracruz, México.

Tamales ‘La Leona’

Nombró su negocio de tamales ‘La Leona’ porque su esposo siempre decía que era fuerte y valiente, como una leona.

Cuando Pérez comenzó a vender tamales unos años después de llegar a Chicago, sólo tenía unos $1,000 dólares ahorrados y realmente no sabía cómo hacerlos.

Pero el dinero que ganaban ella y su esposo trabajando en fábricas no era suficiente para mantener a sus tres hijos, y mucho menos para cumplir su sueño de construir una casa en México.

Así que aprendió a hacer tamales.

“Mi esposo me decía que estaba loca; que (el negocio) no funcionaría”, recordó mientras hacía tamales por última vez en Chicago. Aun así, él compró la madera para construirle un carrito para vender los tamales.

Se levantaba a las 2:30 de la mañana todos los días para hacer tamales, champurrado y arroz con leche en la pequeña y vieja cocina de su apartamento en La Villita, el barrio mexicano en Chicago. Luego salía a las 5 a.m. a vender.

Los tamales de cerdo y salsa verde eran los favoritos de los clientes, pero también hacía tamales de rajas y de salsa roja.

Algunas noches, se acostaba hasta las 11 p.m.

“Todo valió la pena”, dijo Pérez mientras envolvía la masa en cientos de hojas de maíz.

Claudia Perez, left, prepares over 1,000 tamales with Petra Ramirez, one of her two employees, at a rented kitchen space in Chicago's Little Village neighborhood on Feb. 9, 2024. (Antonio Perez/Chicago Tribune)
Claudia Pérez, izquierda, prepara más de 1,000 tamales con Petra Ramírez, una de sus dos empleadas, en una cocina alquilada en el vecindario de La Villita en Chicago, el 9 de febrero de 2024. (Antonio Pérez/Chicago Tribune)

Alrededor del año 2013, el negocio iba tan bien que Pérez pasó de hacer tamales en su apartamento a alquilar un espacio con una cocina comercial. También contrató empleados para operar seis carritos en toda la ciudad.

“Era un negocio que dejaba. Me dio todo lo que tengo y más para ayudar a mi familia en Chicago y en México”, dijo Pérez. “A mi me gusta mi trabajo”.

Pero había obstáculos. Aunque el negocio era exitoso, Pérez luchaba por seguir operando porque vender tamales en las calles de Chicago no estaba permitido. La policía multaba y arrestaba activamente a los vendedores ambulantes hasta que las leyes cambiaron en 2015.

Pérez se unió a la Asociación de Vendedores Ambulantes, un grupo de vendedores que se organizó en 2010 para presionar a la municipalidad a aprobar la ordenanza que ahora permite a los vendedores obtener una licencia más fácilmente y reduce el costo de las multas.

Después de que ella y sus hijos fueron arrestados en varias ocasiones por vender tamales, Pérez testificó ante el Concejo Municipal y lideró protestas abogando por la ordenanza.

Claudia Perez and one of her employees, Juan Hernandez, pack belongings at her home in Chicago's Little Village neighborhood on Feb. 10, 2024. (Antonio Perez/Chicago Tribune)
Claudia Pérez y uno de sus empleados, Juan Hernández, empacan sus pertenencias en su casa en el vecindario de La Villita en Chicago, el 10 de febrero de 2024. (Antonio Perez/Chicago Tribune)

“No me daba miedo ser deportada porque no estaba haciendo nada malo. Esas leyes eran tontas”, dijo Pérez.

Su voz fue esencial para lograr esos cambios en Chicago porque a ella “no le daba miedo hablar” dijo Martín Unzueta, director ejecutivo de Derechos de la Comunidad y Trabajadores de Chicago.

El año pasado, Unzueta la invitó a unirse nuevamente a la junta de la Asociación para seguir abogando por los derechos de los vendedores ambulantes inmigrantes, pero fue entonces cuando Pérez le contó que planeaba regresar a México.

“Me da gusto que haya podido regresar”, dijo Unzueta. “Muchos de los vendedores con los que trabajamos tienen ese mismo sueño, pero no pueden hacerlo”, agregó que la mayoría no puede permitirse ahorrar para su retiro.

A pesar del éxito de Pérez, su corazón permaneció en México. Se negó a comprar una casa en Chicago. Y no cocinaba en las ollas y sartenes de acero inoxidable y fondo de cobre que recibía en sus cumpleaños porque las guardaba para usarlas en su cocina nueva en México. “Algún día”, decía.

Semanalmente enviaba la mayor parte del dinero que ganaba vendiendo tamales para invertir en Coacoatzintla, Veracruz. Sus ingresos están entre los más de $63 mil millones en remesas enviadas a México en 2023, la mayoría llega desde Estados Unidos, según Banxico, el banco central de México.

Además de construir la casa de su familia, Pérez construyó tres locales comerciales en la carretera principal del pequeño pueblo, los cuales alquila a negocios locales. También construyó tres pequeños apartamentos para sus hijos y tiene un terreno de 2 acres que le presta a su hermana para sembrar maíz.

“Ella no quería nada que la atara a Chicago”, dijo su hija Elizeth Argüelles, de 29 años. “Pero aquí estamos”.

Los días antes de que Pérez se fuera, Elizeth tenía los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Ella le había ayudado a su madre a vender tamales desde que tenía 9 años, y su trabajo pagó parte de su matrícula en Dominican University.

Aunque Elizeth es la única de sus hermanos amparada bajo el programa DACA — Acción Diferida para los Llegados en la Infancia — y tal vez podría visitar a su madre de ser aprobada para un permiso, el futuro es incierto.

“‘No se está muriendo’, me decía a mí misma”, dijo Elizeth, aunque agregó que ciertamente se sentía así. “La veré de nuevo algún día”.

Hora de irse

Durante los últimos años, Pérez pospuso su viaje de regreso varias veces. No quería dejar atrás a sus hijos y nietos. Elizeth es la hija del medio y la única mujer. El hijo menor, Emmanuel Argüelles, de 27 años, tiene un hijo, Noah, de 7 años, y su hijo mayor, Uriel Argüelles, de 30 años, tiene una hija, Melanie, de 5 años.

“Pero ya es hora. Estoy cansada”, dijo Pérez mientras empacaba la última de las seis cajas que envió a Veracruz. Se fueron llenas de recuerdos que adornaron su pequeño apartamento en La Villita: centros de mesa de fiestas familiares, trofeos de fútbol de Elizeth, dibujos de sus nietos y fotos en las que su cabello todavía era de un marrón oscuro. Dejó de teñirselo cuando su hijo mayor le dijo que sus canas la hacían lucir sabia y poderosa.

Su esposo apoyó su decisión de irse por la salud deteriorada de Pérez. Podía sentir su dolor por la noche cuando se acostaban juntos en la cama. A veces, Pérez lloraba porque le dolía el cuerpo. Pero a pesar de su dolor, se negaba a dejar de trabajar.

Hace aproximadamente un año, se fracturó una pierna, lo que la dejó postrada en cama durante más de cinco meses. Su diabetes empeoró y le diagnosticaron culebrilla.

“Estaba deprimida y desesperada porque pensaba que iba a morir sin ver a mis hermanos otra vez”, dijo Pérez. Prometió a sus cinco hermanos que cuando pudiera caminar de nuevo, regresaría a Coacoatzintla.

With the lights turned off, family and friends prepare to surprise Claudia Perez during a going away gathering at a local restaurant on Feb. 14, 2024. (Antonio Perez/Chicago Tribune)
Con las luces apagadas, familiares y amigos se preparan para sorprender a Claudia Pérez durante una fiesta de despedida en un restaurante local, el 14 de febrero de 2024. (Antonio Perez/Chicago Tribune)

Su madre murió antes de que Pérez emigrara a Chicago y tampoco volvió a ver a su padre después de irse. Murió hace unos 10 años. Ella quería visitar sus tumbas para hacerles saber que no los había olvidado.

“No quería que se fuera, pero me di cuenta de que si se quedaba no descansaría porque no sabe cómo hacerlo aquí”, dijo su hijo Uriel y se quedó callado unos minutos tratando de encontrar las palabras para describir a su madre. “Tendremos que abrazar los recuerdos que tenemos juntos y encontrar fuerza en ellos. Sé que nos cuidamos mutuamente desde lejos”.

Antes de irse, Pérez preparó la comida favorita de cada uno de sus hijos. Manjar para Emanuel, buñuelos para Elizeth y mole para todos. También dejó miles de tamales listos para calentar y vender.

“Quiero asegurarme de que estén bien sin mí”, dijo Pérez.

Several family members arrive at the home of Claudia Perez to wish her goodbye, Feb. 18, 2024, as she prepares to leave for Mexico. At right is her daughter Elizeth. (Antonio Perez/ Chicago Tribune)
Varios familiares llegan a la casa de Claudia Pérez para despedirse de ella, el 18 de febrero de 2024, mientras ella se prepara para partir hacia México. A la derecha está su hija Elizeth. (Antonio Pérez/Chicago Tribune)
Family members embrace Claudia Perez, Feb. 18, 2024, as she prepares to leave for Mexico. (Antonio Perez/Chicago Tribune)
Miembros de la familia abrazan a Claudia Pérez, el 18 de febrero de 2024, mientras ella se prepara para partir hacia México. (Antonio Pérez/Chicago Tribune)

A todos les encanta la comida de Ella. Se ha convertido en la forma en que comparte su amor con su familia.

“¡No te vayas, tía! ¿Quién va a hacer esta comida?”, dijo uno de sus sobrinos en su fiesta de despedida unos días antes de su partida.

Pérez estaba sentada alrededor de una mesa con un centro de mesa hecho de rosas rojas, sus flores favoritas, y rodeada de sus seres queridos. Sus familiares entraban con más ramos de flores, que ella colocaba cuidadosamente en otra mesa con fotos de la familia.

Al final de la noche, sobrinas, sobrinos, primos, tías y tíos, amigos que se habían convertido en familia, la abrazaron para despedirse uno por uno. Cada uno llegó a Chicago desde México a lo largo de los años. La mayoría vive aquí sin permiso legal.

Pérez dijo que parte de la razón por la que no logró legalizar su estatus es porque ni ella ni su esposo tienen familiares que los patrocinen para comenzar el proceso, la forma más común de “ponerse en fila” con los Servicios de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos.

Sin un familiar que sea ciudadano, un empleador que patrocine sus solicitudes de residencia permanente o un temor creíble de persecución en México que los califique para el asilo, no había una vía viable para que Pérez arreglara su estatus migratorio.

“Ahorita ya para qué quiero papeles si ya estoy vieja. Me hubieran dado papeles hace 25 años”, dijo Pérez sobre la remota posibilidad de obtener un permiso de empleo para trabajar en Estados Unidos.

Un reencuentro agridulce

A Pérez le llevó tres días llegar a Veracruz desde Chicago en autobús.

En su camino a México, su esposo la llamaba por teléfono. “Bájate del autobús en la próxima parada que haga el autobús, antes de llegar a la frontera. Yo voy por ti”, le decía Argüelles a Pérez. Su esposo e hijos rastreaban su ubicación a través de una aplicación mientras ella avanzaba hacia la frontera sur.

Estaba cansada y nerviosa, pero su corazón latía más rápido a medida que se acercaba a la estación de autobuses en Xalapa, Veracruz, la ciudad más cercana a Coacoatzintla, donde la esperaban su hermana mayor, Goya Pérez, y su hijo, a quien llama “El Negrito”. No la había visto en más de dos décadas.

Tan pronto como el autobús se detuvo, ella bajó y corrió hacia Goya y la abrazó. Ambas ya con el pelo lleno de canas y su piel más arrugada, pero su amor no había cambiado.

En camino a su pueblo natal, se rieron mientras Goya señalaba las nuevas casas de ladrillo con grandes balcones esparcidas entre filas de casas abandonadas. La mayoría está construida con dinero americano de inmigrantes indocumentados que viven y trabajan en Estados Unidos.

Cuando Pérez finalmente llegó a la casa que mandó construir, sus hermanos, familiares y amigos la estaban esperando.

“Eres una mujer sabia que apoya y bendice a todos los que se acercan a ti. Gracias por tu papel ejemplar. Bienvenida”, decía el mensaje en un pastel.

Su hermano Goyo Pérez, de 82 años, llevaba un sombrero y caminaba lentamente apoyado en un bastón. No la dejó sola.

“Ella es como una madre para mí”, dijo Goyo. “Siempre nos cuidaba”.

Goyo tenía miedo de morir y nunca volver a ver a su hermana. No es un miedo absurdo: Se estima que el 80% de las familias en su pueblo tienen seres queridos viviendo en Estados Unidos como indocumentados. Celebran cumpleaños y atestiguan funerales de sus seres queridos por medio de videollamadas.

La mayoría de los que se van, nunca regresan. Aquellos que han logrado volver a casa, “llegan a morir”, dijo Goyo.

De hecho, la misma semana en que Pérez celebró su regreso a Coacoatzintla, fue al entierro de Cupertino Hernández, uno de sus sobrinos. Cuando Hernández murió, apenas llevaba en México unos cinco meses después de haber vivido en La Villita durante más de 25 años, dijeron sus padres.

“La gente no se da cuenta del costo del sueño Americano”, dijo su madre, Lucía Córdoba Santiago, de 78 años. “A veces se hace realidad pero te cuesta toda una vida lejos de aquellos a quienes amas y que te aman a ti”.

En medio de su duelo, Córdoba Santiago estaba feliz de volver a ver a Pérez. Parecía que todo el pueblo lo estaba.

Claudia Perez cries with emotion to be with her sisters Juana and Gregoria Perez after not having seen them for 25 years since she migrated to Chicago. In Coacoatzintla, Veracruz. Feb. 21, 2024. (Victoria Razo/for the Chicago Tribune)
Claudia Pérez llora de emoción al reencontrarse con sus hermanas Juana y Gregoria Pérez después de 25 años de no verlas porque emigró a Chicago; en Coacoatzintla, Veracruz, 21 de febrero de 2024. ( Victoria Razo/para el Chicago Tribune)

Cuando Pérez se encontraba con conocidos, se abrazaban fuertemente. Una mujer acarició su rostro mientras la miraba a los ojos como si no fuera real: “Nunca pensé que te volvería a ver”. Era una amiga de su infancia.

Pérez sonrió y le dijo lo mismo que le decía a todos: “Dios me dejó regresar con vida y todavía caminando”.

Varias semanas después de regresar a México, Pérez se enteró de que su suegro había muerto inesperadamente. Su esposo, quien se quedó en Chicago anhelaba volver a verlo después de más de dos décadas separados.

Pero se conformó con ver el funeral y el entierro por videollamada.

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